Lágrimas
Cuando decidí que ya había sido suficiente de llorar. Cuando esa noche pensé que serían mis ultimas lágrimas...
Me levanté de la cama. Me prometí que ya bastaba con tanta pena.
Que todo el dolor se había ido disimuladamente envuelto entre las gotas de a poco, como para ir alejándose de mis manos.
Había pasado ya por tanto. Había llorado tantas veces, que ésta vez en realidad ya no valía la pena.
Y entonces me senté a no llorar más.
Me quedé quieta, porque el movimiento a veces provoca más dolor y es entonces cuando las lágrimas todas juntas se empujan y se pelean por salir.
Entonces me quedé quieta.
Y sin poder dormir, ni hablar. Y mucho menos llorar de nuevo.
Por un momento se sintió raro. Raro el no poder decir. El no poder contarle a nadie que había decido parar de llorar... y que con mucho esfuerzo hasta creía que me estaba funcionando.
No quise, de cualquier modo, tentar mi suerte, porque ya sabía yo que parar es difícil y muchas veces uno puede caer en la tentación de seguir despilfarrando lágrimas.
Entonces me quede sentada un buen rato.
Estaba quieta. Estaba oscuro. No escuchaba siquiera mi respiración.
Ya me dolían las piernas de estar sentada tan quieta.
Ya me parecía que podía, sin ningún peligro de reincidir en mi tristeza, volver a acostarme.
Todo eso pensé. Y en realidad, no hubo caso.
Me acosté y apenas puse la cabeza en la almohada, vi, muy de reojo, una lágrima.
Una lágrima brillante, plateada y eternamente decidida a caer lentamente, resbalar por mi nariz y hacer un ruido terriblemente ensordecedor al estallar en mi almohada.
...lo suficientemente cerca, como para que el sonido me resonara durante todo el resto de la noche, que pasé llorando.